Desde la temprana niñez, cuando imaginamos que hay monstruos en nuestro armario, o cuando vemos extrañas siluetas siniestras en la oscuridad que el terror nos sigue. En el cine, literatura, música y sobre todo, en la vida real. El terror siempre está ahí para hacernos sentir con vida. Bienvenido a mi Blog, amante del terror.

lunes, 26 de enero de 2015

Dulces sueños, princesita.

Me despertaron los gemidos y lloriqueos de Ceci en el cuarto de al lado. Tercera noche seguida, pensé. Mientras buscaba torpemente las pantuflas en el suelo con los pies y los ojos entrecerrados, me decía a mí mismo que debía tener paciencia. Sí, era agotador y sí, mañana debía levantarme muy temprano para ir a Santiago al trabajo. Pero Ceci siempre fue una niña a la que le costaba mucho quedarse dormida y, cuando por fin lo lograba, era usual que despertara en medio de la noche producto de pesadillas que luego no quería contar a nadie. Mas esta noche sería diferente. Por medio de trompicones, choques con paredes y muebles y torpes y pesados pasos, llegué a su habitación. Encendí la luz de su lámpara de noche y la sacudí suavemente para despertarla.

Ceci abrió los ojos tras unas cuantas sacudidas, su rostro congestionado por el miedo y la desesperación. Todo está bien ahora, le dije. ¿Quieres que revise el clóset y bajo la cama?, le pregunté. Ella agitó la cabeza con unción. Quiero dormir contigo, papi; respondió con un hilo de voz. Esbocé una sonrisa cansada y, acto seguido, la tomé en brazos. Prométeme que dormirás tranquila, le susurré al oído. Lo prometo, papi; respondió, ya más calmada.

Siempre lo prometía y siempre cumplía. Para ser sólo una niña, le tomaba mucho peso a sus promesas. Era el tipo de cosas que hacen que un padre crea que su hija es la niñita más especial del mundo. La cargué de vuelta a mi habitación, con cuidado de no tropezar con nada, pero ya no estaba tan atontado por el sueño. La puse a un lado de la cama y caminé hasta el otro y me acosté. La abracé con delicadeza y le di un beso en la mollera. Dulces sueños, princesita; dije.






Desperté nuevamente, no sabía qué hora era. No recordaba haber llevado a mi hija a la pieza, pero allí estaba. Llorando, su cuerpo agitándose lleno de angustia mientras dormía. Esta vez la sacudí con más fuerza; comenzaba a asustarme. Cecilia, quería, ¿qué pasa? Ella dio un salto que la dejó sentada en la cama, daba bocanadas profundas y rápidas de aire mientras se tocaba el pecho con una de sus pequeñas manos. Oh, papá –dijo-, él. Era él de nuevo. Me estaba asfixiando –chilló, desesperada. Tranquila hija, sólo fue un sueño –pasé mi mano por su pelo con cariño, tratando que no notará que yo también temblaba. No lo entiendes, papá –siguió-, se llevó a mamá y ahora quiere llevarme a mí. Tu eres el último, papi, te quiere para el final –las últimas palabras casi no se le entendieron pues ya no aguantaba más el llanto. De pronto caí en la cuenta, mi cuerpo entero se entumeció y ya no pude seguir aguantando más el horror; mi esposa, había muerto hace unos años, simplemente había dejado de respirar una noche. ¡Dios mío!, grité. 

domingo, 13 de julio de 2014

Esteban



Esteban siempre fue lo que muchos llamarían un “chico raro”. Muy callado, algo malhumorado y siempre se movía de aquí para allá con la cabeza gacha y los hombros caídos. No alcanzo a contar las veces que lo sorprendí dibujando cosas muy extrañas en su cuaderno mientras el profesor dictaba; eran figuras que no entendía del todo, algunos consistían en muchas rayas sin comienzo ni fin. Otros, de personas durmiendo en el suelo o, a veces, encima de un charco que, con especial vehemencia, pintaba con su lápiz rojo. Yo no le decía nada porque sabía que debía ser difícil ser como él porque, incluso a nuestra corta edad, podíamos fácilmente saber cuando los demás nos evitaban.
Un día martes del mes de septiembre, noté que Esteban andaba aún más inquieto que lo habitual. Su cara insistía en asomar una mueca torcida que no entendí del todo durante toda la mañana. Cuando por fin sonó el timbre que indicaba el término de la jornada, Esteban me miró durante un largo rato. Se veía pálido y parecía sudar. Finalmente de levantó de su asiento, tomó sus cosas y salió corriendo de la sala de clases. Yo hice lo mismo y, una vez fuera del establecimiento, torcí a la derecha para dirigirme a mi hogar. Un “¡Espera!” me detuvo en seco. Me di vuelta y vi a Esteban a unos metros atrás de mí. Su rostro se encontraba congestionado por los nervios y esa extraña mueca insistía en brotar. “La próxima semana es mi cumpleaños”, dijo. “Me gustaría que estuvieras ahí”. Acto seguido se dio media vuelta y corrió enérgicamente, eludiendo a los estudiantes que salían raudos de la escuela.
Corría el viernes de la misma semana. Esteban no se había presentado en la escuela y, ya que eran los diez de la mañana, supuse que tampoco iría ese día. No podía evitar pensar en qué le pudo haber pasado, sobre todo por su forma de ser, que tan fácilmente podía ser avasallado. El día se hizo largo y extraño, la semana próxima no tendríamos clases por las festividades del dieciocho y todos nos encontrábamos impacientes de salir pronto.
Cuando por fin sonó el timbre salí corriendo primero que todos a la salida. Escuché que el profesor me llamaba pero hice caso omiso; que me dijera lo que quisiera cuando volviéramos de las vacaciones. En la salida, entre los cientos estudiantes, vi una silueta sombría que me observaba con atención. Siendo más pequeño que los demás (incluso que los de años menores), me escondía con facilidad entre la multitud. Pero la sombra me siguió, se coló entre todos y llegó hasta mí, afirmándome el hombro con tanta fuerza que no pude esconder una mueca de legítimo dolor. Era Esteban, por supuesto, pensé. Quien sólo se limitó a decirme algo que me desconcertó para luego huir entre la gente con la misma facilidad con la que hacía siempre.
Los días pasaron y seguí pensando en lo que me dijo Esteban y en el por qué habría cambiado de opinión y si haya tenido que ver con su ausencia en la escuela. Finalmente, opté por contarle a mi mamá sobre mi dilema. Ella me dijo lo que cualquier madre sobreprotectora diría; “No te juntes más con ese niño, ya de por sí es bastante raro y no quiero que sea una mala influencia para ti”, fueron sus palabras exactas.
No satisfecho con la resolución de mi mamá, decidí ir a visitarlo el día diecisiete. No sabía qué día con exactitud era su cumpleaños, pero supuse que estaría en su casa porque su familia, a juzgar por el par de veces que los vi ir a buscarlo, no parecía del tipo de gente que celebrara el dieciocho o cualquier otra festividad, en realidad.
Llegué a su casa y toqué la puerta con unción. Me sentía verdaderamente emocionado de sólo pensar en ver su cara de sorpresa cuando me viera ahí parado. Mientras esperaba que me abrieran la puerta lamenté el no haberle llevado un mejor regalo que mi Superman de juguete envuelto pobremente con papel volantín y scotch.
La puerta se abrió frente a mí mientras estaba concentrado sopesando mi regalo. Escuché un “entra” desde la oscuridad que se escondía tras el umbral y obedecí. La casa era muy extraña y estaba muy oscura pues unas tablas bloqueaban el acceso de la luz por las ventanas. En lo que parecía ser el comedor no había nada sino una persona con las rodillas y la palma de la mano izquierda en el suelo mientras se sostenía la cabeza con la otra mano. Era Esteban, quien miró a quien ahora noté era su papá, que estaba tras mío. Lo miré también y, acto seguido, me arrebató mi regalo de las manos. Esteban me seguía mirando, entre la oscuridad de la habitación no logré convencerme de si eran lágrimas lo que brotaba de sus ojos o si era algún otro tipo de líquido, uno más espeso y oscuro. “A la próxima podremos ser amigos. Amigos de verdad”, me dijo. Lo miré con inquietud, mi corazón se aceleró sobremanera y me respiración se entrecortaba. No entendía nada. Su papá abrió mi regalo y lo sopesó en una actitud muy extraña mientras su esposa entraba a la escena vistiendo un delantal muy manchado de extraños colores. Volví a ver a Esteban quien ahora yacía completamente en el suelo, con la mirada perdida y aquella mueca que estuvo forzando por retener todo el tiempo por fin libre, escrita con cincel en su cara. No sabía qué hacer, no podía gritar pues me hallaba perplejo. Opté por mirar a su padre, quién ahora sostenía mi regalo de una forma extraña. No entendía nada hasta el segundo que pude entenderlo todo. Todo. Sentí miedo, un miedo horrible que me paralizó totalmente. Lo último que vi fue al padre de Esteban sonriendo mientras sostenía de aquella manera la figura de Superman, de aquella manera tan extraña que nunca olvidaría. Ni el día que me encontraron ni el día que exhale mi último suspiro.

viernes, 27 de junio de 2014

Sujetos de estudio.



Día 1:
        El buque Wiedergeburt partió a las cero seiscientas horas del día diecisiete de diciembre del dos mil veintinueve en dirección al círculo polar ártico. Eramos trescientas personas, pero el grupo científico estaba compuesta de tan solo seis individuos: Akame Li, Johan Schmidt, Roberto Sanhueza, Fynn Stokeworth, Akira Katzuko y Maarko Mäkinen, su servidor. El día pasó sin mayores novedades, la carga se estaba comportando tal y como lo había predicho en los estudios anteriores realizados en el centro biológico Wiedergeburt junto a mis colegas Li y Steve Porter, quien cayó en desgracia hace ya un par de meses.
A las once y media de la noche, nosotros, el grupo de Wiedergeburt, realizamos la primera minuta; acordamos que era imperativo exigir que las temperaturas de las cámaras criogénicas se descendieran aun más.

Día 2:
        Akame se acercó a mi laboratorio. Lucía exaltada. Le pregunté qué le sucedía y me contó que el capitán Adelfried Moeller no accedió a nuestras demandas. Alegando que sería una sobrecarga innecesaria al sistema central de la nave. Le dije a Akame que yo hablaría más tarde con él, la rodee con mis brazos y, por esta vez, se dejó abrazar por un par de segundos.
        Más tarde ese mismo día, intenté localizar al capitán, pero su personal me lo imposibilitó, alegando que estaba demasiado ocupado.
El comportamiento de la carga, almacenada en las cámaras criogénicas, no presentó alteraciones. Excepto por el sujeto I-190, que presentó durante las horas más cálidas del día un alza en la actividad bacteriológica. Decidí aplicarle una muestra tamaño B de la síntesis SIT39 y, en un par de horas, dicho comportamiento anómalo mermó completamente.

Día 10:
        Akame simplemente ya no me habla tras lo sucedido dos días atrás. Johan me mira de manera extraña y todos, incluso los miembros del personal de limpieza y del personal de cocina me evitan. Mas no importa; me ayuda a concentrarme en mi investigación. Me pareció ver que uno de los sujetos se movió, lo cual es imposible. Debo hablar con el capitán, ¡debe bajar las temperaturas!
Día 12:
        Hoy, a las cero trescientas horas aproximadamente, se coló alguien a mi habitación y se introdujo dentro de mi cama. Era Akame. El sexo estuvo fantástico; muy eficiente para reducir el estrés.
        Tres horas después que hubo finalizado la hora de colación me acerque a las instalaciones del casino, vi a Akame sentada, casi terminaba con su porción. Ella y yo somos los únicos que almorzamos a destiempo con tal de no interrumpir nuestra investigación. Le guiñé un ojo y le dije que la esperaba donde nos reunimos siempre que ella quisiera. Fingió una muestra de contrariedad y seguí mi camino.
        La investigación siguió su curso esperado.

Día 15:
        Akame entró nuevamente a mi habitación durante la noche, no pude ver qué hora era. Le dije que la estaba esperando con impaciencia. Ella no dijo nada; me besó.
        Durante la tarde le pedí a uno de los ayudantes del capitán que me dejara hablar con él. Me dijo que no creía que fuera posible. Le pedí que le dijera que por favor reconsiderara bajar las temperaturas.
        Apliqué una síntesis SIT39 a todos los individuos en estudio.

Día 20:
        Tras días abusando de la SIT39 noté que ésta se acabó.
        Durante la hora de almuerzo me senté con Akame y puse mi mano sobre la de ella, quien la retiró de inmediato. Le pregunté si quería que siguiéramos ocultando lo nuestro y se levantó de su asiento y se fue.
        Volví a mi laboratorio, rompí un set de frascos de vidrio por accidente. Accidente.
        Akame no me ha vuelto a visitar.

Día 30:
        Han sido días muy miserables. Siento que no puedo dormir durante las noches, esperando que vuelva Akame. Las viejas necesidades primarias están volviendo a mí; hacen que me sienta como un primate enjaulado.
        El sujeto I-190 registró un nivel peligroso de actividad bacteriológica. A falta de síntesis SIT39, apliqué una dosis de SKT39. El resultado no fue el esperado, lo que me recuerda que debo hablar con el jodido capitán.
        Maldita Akame, la odio.

Día 34:
        No sé donde estamos. Creo que el personal se está reduciendo aun sabiendo que eso es imposible. No he visto a Johan ni a Roberto en días. Vomité antes de ir a acostarme, noté la presencia de sangre en el emesis.
Día 35:
        Hoy no he visto a nadie. No me he acercado al laboratorio, me dedico a ir de laboratorio en laboratorio buscando a alguien con vida. Alguien a quien no tenga que investigar. No tengo resultados.
        Akame te extraño.

Día 37:
        ¡Que se jodan todos! ¡Todos sin excepción! ¡Maldita seas, Akame! ¡Maldito capitán, lo arruinaste todo!
        El sujeto I-190 está presentando un comportamiento anómalo. Debo chequear su histori

Día 41:
Sangre en el vómito. Mis jodidas manos tiemblan. El sujeto I-145 está comenzando a responder.

Día 42:
        Johan está muerto. Muerto. M-U-E-R-T-O.

Día 44:
        No voy laboratorio. No hace días.

Día 50:
        La temperatura. Manos tiemblan. Sujeto I-190 me habló. Salió su cápsula. Corrí. Corrí y encerré, habitación. Todo perdido. Capitán nos extinguiste. Ellos… ellos hablan ahora. PIENSAN.


viernes, 6 de junio de 2014

Tarde de cine.



Los cuatro jóvenes entraron al cine que se había instalado hace tan solo una semana en el barrio y que parecía haber salido de la nada a eso de las siete cincuenta de una tarde de jueves a mediados de mayo. No les pareció raro ver que no hubiera nadie en el vestíbulo ya sea comprando entradas o snacks para alguna función, ya que el cine había aparecido de la nada de un día para otro, sin tener ningún tipo de publicidad en ningún lado, pero sí les extraño que tampoco hubieran dependientes atendiendo por ninguna parte. Los cuatro amigos estaban en compañía de sólo cuatro elementos: los dos pasillos laterales de entrada hacía, lo que parecía ser, la única sala de cine; un extraño panel electrónico adosado a la pared derecha del recinto y un cartel de aspecto muy anticuado que mostraba a una pareja vestida elegantemente bailando al ritmo del tango.
Uno de ellos, el más osado y extrovertido de adelantó a ellos, dio media vuelta y gritó que se acercaran al panel electrónico. Según parecía, allí se podía elegir qué función ver y, para su fortuna, el cine estaba en marcha blanca por lo que la entrada no costaba nada. Se sintieron muy afortunados, y, gracias a que el recinto estaba vacío, podrían experimentar algo nuevo, que estaba de moda en los jóvenes de su edad y que nada tenía que ver con la cinematografía. Con sólo unas pulsaciones, el más familiarizado con la computación de los cuatro eligió una función y pidió cuatro bebidas grandes, las cuales no estaban disponibles por el momento. La muchacha castaña, la otra era morena, posó su mano derecha en el hombro del joven frente al panel y le sonrió. No te preocupes por las bebidas, sólo nos estorbaran –dijo. El joven comenzó a sentirse eufórico e impaciente y no pudo contener una sonrisa; la primera del día.
Acto seguido, corrieron entre risas y juegos hacia la sala. Torcieron a la izquierda y se sentaron en los que les parecieron los mejores asientos. Se sentaron todos juntos, intercalando entre sexos en lo que se comenzaba a notar como parejas ya establecidas. Esperaban a que las luces se apagaran, mas no lo hicieron durante diez largos minutos. Comenzaban a impacientarse, el más osado de los hombres hundió su mano en la entrepierna de su compañera, la cual opuso resistencia entre risas; sólo lo hacía para calentar más el ambiente, y estaba funcionando. De pronto, los cuatro parlantes de la sala comenzaron a emitir un ruido blanco que iba aumentando en potencia para luego terminar con un insoportable sonido de retroalimentación; las mujeres se taparon los oídos. Silencio. La pantalla se encendió sin que se apagaran las luces, pero se podía ver claramente al individuo que los jóvenes asociaron como la imagen de un hombre que se proyectaba frente a ellos. Espero que hayan disfrutado la función, dijo. El joven que había seleccionado la función sintió un gran impulso por huir de allí, se levantó de su asiento y torció a la izquierda, comenzó a avanzar por el angosto pasillo de los asientos mientras sus amigos lo miraban en los suyos. Sabía que era inútil, sabía que era el fin, pero debía intentarlo, debía intentarlo porque no tenía nada más. Sus piernas se alongaron como nunca lo habían hecho antes, sus sentidos estaban alertas; veía todo con detalle y sentía cada paso como si pisara una nube. Torció a la izquierda y luego a la derecha, de un empujón se quitó la cortina que separaba el pasillo del vestíbulo de encima. Vio a una pareja de adolescentes que entraban justo en ese momento y supo que sus esfuerzos no eran en vano. Dio un respingo; ya no era dueño de su cuerpo. Mientras se elevaba en el aire, comenzaba a comprender todo por más ilógico que fuese. ¡Huyan, maldita sea! ¡Con cada uno se hace más fuerte!, gritó. Gritó de nuevo y de nuevo, con tantas fuerzas que sentía cómo se le quemaba la garganta; era una sensación similar a la que se tiene tras vomitar. Siguió gritando mientras su cuerpo, elevado en el aire, volvía a la sala de cine. Lo último que vio fueron tres cadáveres mutilados en un grupo de asientos bañados en sangre.

sábado, 7 de enero de 2012

La Mentira.

¿Saben ustedes lo que es vivir una mentira? Si no saben que responder, respondan esto: ¿Ustedes han vivido una mentira? ¿No? Entonces no tienen idea de lo que es vivir una mentira. Les contaré mi horrible historia y que les sirva de lección; manténganse despiertos, no se dejen arrastrar por las redes de la mentira...

Habían desaparecido. Sí, d-e-s-a-p-a-r-e-c-i-d-o. Mis padres, John y Marcy, mis hermanas Eileen y Kate también y mi perro Scott. Estaba asustado, claro que sí, no era como cuando al despertar en las frías mañanas de invierno, aquellas en que el frío era tanto que cerraban mi escuela y me quedaba en cama hasta tarde, y luego despertaba y mis padres habían salido a trabajar y mis hermanas estaban o en la Universidad o trabajando también y mi perro se encontraba encerrado en el garaje, ya que siempre que mi papá se iba el corría a despedirse de él y mi madre le cerraba la puerta para que no se escapase el calor de la estufa antes de salir por la puerta principal para alcanzar a mi padre; se iban en el mismo vehículo y trabajaban en el mismo lugar, donde veintitrés años antes se conocieron y se enamoraron. Linda historia, ¿no? Pero es ¡MENTIRA!

En fin, era de mañana, cerca de las 7, la hora a la que siempre me despertaba para comenzar a arreglarme para ir a la escuela. Apenas me levantaba, iba al baño a asearme, día por medio me bañaba y los otros días sólo me lavaba la cara, las manos y, si era necesario, el torso. Luego, corría a mi pieza a vestirme, bajaba las escaleras y me sentaba en la cocina para desayunar lo de siempre: Cereal con leche. Veinte minutos después llegaba el bus y me marchaba. Pero esta vez era diferente; no había nadie, pensé que todos podrían haberse ido antes por alguna razón que no conocía, así que revisé el garaje, debía ser hora de entrar a Scott. Sin embargo, él no estaba allí, tampoco en algún dormitorio durmiendo encima de una cama, o en el baño tomando agua del retrete. Nada. Un extraño sentimiento abordó mi cuerpo, más tarde supe darle nombre: Desolación. Mis ojos se humedecieron y mi pulso se aceleró, fui corriendo a vestirme para salir al patio, nadie estaba allí, pero eso no era lo peor. Un cielo anaranjado, tan alto como el infinito se presentó ante mí, omnipresente, observándome. No entendía que pasaba, miré hacia todas direcciones en busca de alguna respuesta, de ayuda, socorro; nada… Nada.

Una línea comenzó a dibujarse en el firmamento, arriba, inalcanzable. Era casi tan naranja como el cielo, apenas se lograba divisar, y dudé si realmente acababa de aparecer o estuvo allí mucho tiempo. No, el cielo siempre fue azul, lo hubiese notado sin problema en cualquier otra ocasión. Eso creí en ese momento, mas ahora lo vuelvo a cuestionar, mi yo de ahora lo hubiese visto y hubiese advertido al respecto; el yo de antes, a menos que hubiera estado dentro de una pantalla LED Full HD no lo hubiera notado. ¿Cómo fui tan ciego? ¿Cómo desperdicié así mi vida? ¿Mi juventud? He vivido una mentira, sí. Pero para realizar un engaño de aquella magnitud la víctima debe ser ciega ante las señales. No hay peor ciego que el que no quiere ver, y yo no quise ver lo que estaba frente a mis ojos. La vida perfecta, las notas más altas del colegio, mis compañeros que siempre fueron tan amables conmigo pero nunca nos juntamos en mi casa o en la de ellos, nunca hicimos una pijamada, nunca llamamos a un viejo gruñón y nos reímos de él con bromas tan antiguas como ellos mismos. Nunca. De la escuela a la casa, de la casa a la de mi abuela, de allá a acá o a allí. Nada. Nunca tuve una conversación real con mi padre, no me enseño sobre sexo, sobre mujeres, nunca peleó con mi madre, nunca llegó tarde a casa, nunca reprendió a mis hermanas. Nunca.

Corrí por la calle, sí, a las 7 de la mañana y es que la sensación a la que más tarde llamé desolación me quemaba por el interior. Presentía que algo terrible pasaría y que TODOS pagaríamos por ello. Gritaba, a toda voz, en un fútil intento de que mis vecinos saliesen de sus casas, aunque estuvieran molestos, intentando reprenderme; sólo quería señales de vida. A veces pienso que nunca tuve que haber abierto los ojos, quizá habría vivido más feliz. Regresé a mi casa una hora más tarde sin lograr nada. No podía evitar pensar que tenía la oportunidad de ver televisión hasta que me hartara a todo volumen; sin vecinos cerca, ninguno me acusaría a mis padres o vendría a reclamarme. Me enojé conmigo mismo por esa idea, me golpeé, incluso, en una ocasión.

Ya estaba en medio del living, contemplando la delgadísima y enorme pantalla que estaba frente a mí. En ese momento, no sé si fue mi cabeza, algún altavoz escondido que me controlaba, o una persona haciendo jugarretas desde el exterior, me comenzó a hablar. Vamos, enciéndela, yo sé que quieres. Estás asustado, ya no lo estarás. Toma el control, esta a tu lado, un solo botón y ¡puf! El miedo y tus dudas desaparecerán. Sea lo que haya sido, casi me convence. Llegué a tomar el aparato plástico y jugué con él entre mis manos, brillaba como nunca antes lo había notado. Oprimí el lado que manda señales al televisor contra mi cuerpo y apreté el botón de encendido, sólo para ver si aún así prendía. No lo hizo, afortunadamente. La voz seguía hablando, nunca se calló y ahora ya no sonaba tan gentil como al principio; ahora era un poco más autoritaria, su timbre de voz era una extraña mezcla de la voz de mi padre, madre, abuelo, profesor; todas las personas que ejercían autoridad sobre mí. Noté que la desolación había desaparecido, pero no la había olvidado, en ese momento lo supe todo, simplemente lo supe. Tomé el aparato con mi mano derecha y lo lancé con todas mis fuerzas contra la pantalla. No le hizo más que rallar su superficie y hacer que se sacudiera. No me puedes vencer; ¡úneteme! Pensé en Scott, en Eileen, en John, en Marcy y en Kate y en las mentiras que pase y la desolación dio paso a rabia; una rabia tan pura, tan intensa como la que ningún joven de trece años debiera pasar. Tomé el televisor y lo azoté contra el suelo, más bien, lo empujé desde atrás y escuché con gusto como se trisó la pantalla; las voces se silenciaron. Salí de mi casa y, ya en el jardín, agarré una piedra, puntiaguda y grande, y la lancé contra la ventana frontal.

Erré e impactó en la pared, sorprendentemente, esta se desmoronó en el acto. Un ruido espantoso resonó en todo el vecindario, retumbó en mis oídos y temí sólo por un segundo que alguien saliera a gritarme y a hacerme callar. Recordé que estaba solo. Las lágrimas se empezaron a escurrir por mis mejillas cuando tomaba otra piedra, la segunda más grande que pillé y la arrojé al techo, el cual se desmoronó tan fácilmente como la pared. Esta parte es difícil de explicar, como ya les dije, la pared y el techo se destruyeron, pero no es que la casa haya quedado a la intemperie, sino que fueron de alguna manera reemplazados por pared y techo reales, de ladrillos y tejas, antiguos, carcomidos por el tiempo, envueltos en moho y suciedad. Mi verdadera casa estaba allí mismo, bajo o entremedio de la ficticia, de la que era dominada por mi televisor. Arrojé un par de piedras más para contemplar mi antiguo hogar. Entré, miré un cuadro botado en el suelo, tan trisado como la LED. Lo tomé y lo guardé, para recordar lo real que fue ese momento, para recordar el día en que abrí los ojos, para recordar cómo fue haber dejado de vivir la mentira.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Perro (Primera Parte).

El pequeño niño cachetón se sujetaba con nerviosismo del tubo que nacía en el piso y moría en el techo de la máquina. Sabía que había tocado el timbre que daba aviso al chofer que se quería bajar ya estando a escasos metros del paradero y eso podría significar que no se detuviese si no hasta el próximo. No, no podía ser así, él nunca practicó con su madre el que pasaría si se bajara más allá de donde debía. Es más, ignoraba que tan lejos llegaría a parar y como haría para encontrar el camino a casa. Su nerviosismo aumentó y comenzó a apretar el timbre repetidamente. Notó que el chofer le echó una mirada cargada de mal humor a través del espejo retrovisor. La gran máquina de metal comenzó a disminuir su velocidad bruscamente. El niño tuvo que sostenerse ahora con los dos brazos para no perder el equilibrio. La micro finalmente se detuvo en medio de un rechinido bastante molesto, seguido del ruido que hacían las puertas al abrirse, algo así como un gran animal soltando una gran bocanada de aire. 

Ya bastante más tranquilo el pequeño querubín dio un brinco desde el umbral de la micro hasta el suelo y el peso de su mochila, la cual llevaba colgada de la espalda, le hizo perder la compostura y quedar de rodillas en la vereda. Pero se levantó de inmediato y se sacudió los pantalones con ambas manos. Luego comenzó a caminar en dirección a su casa; debía caminar tres largas cuadras y un cruce, para terminar entrando en un pasaje, el pasaje en el cual se encontraba su hogar. 

Estaba terminando de caminar la primera cuadra, torció a la izquierda para entrar en una larga calle, la cual estaba repleta de industrias (o al menos eso eran para él) con montones y montones de autos aparcados en sus veredas y a los bordes de la calzada. 

Se estaba acercando a la entrada de la primera industria y, por tanto, a la primera tanda de vehículos cuando escuchó unos pasos agudos, como los de un animal con las garras largas a su espalda. Le tenía mucho miedo a los perros así que miró por sobre su hombro sin dudarlo. No vio nada raro y asumió que era una hoja seca; solían sonar parecido, pensó. Siguió caminando, y ya cuando estaba tan cerca del primer vehículo de la primera tanda que lo podía tocar si estaba la mano, escucho un gruñido. Pegó un sobresalto y su pequeño corazón se aceleró. Se detuvo y, esta vez, giró todo su cuerpo para ver si algo lo seguía. Nada. Dio media vuelta y volvió a emprender su viaje. Un auto, dos autos… comenzó a contar en su mente. Era un niño bastante ansioso y aquel simpático doctor al que lo llevaba semanalmente su mami, sí, el mismo que tenía su consulta repleta de juguetes y al que le gustaba jugar con él, le había aconsejado que, cuando fuera que estuviese nervioso, se concentrara en otra cosa, cualquier cosa que le permitiera darle un respiro a su mente de situaciones estresantes. Y como él confiaba mucho en aquel simpático doctor hizo caso de sus palabras; tres autos, ya son cuatro autos menos para salir de esta calle. 

Estaba alcanzando el auto número quince cuando volvió a escuchar los agudos pasos (o el rodar de una hoja seca de otoño) a sus espaldas. Su pulso volvió a acelerarse y tuvo que hacer el esfuerzo de tragar su saliva, la cual parecía una gran bola de agua tratando de pasar por una pajilla de esas que vienen en las cajitas de jugo que le metía su mamá en su lonchera para el colegio. Trató de no dejarse llevar y no miró atrás, ni aceleró su paso; sólo siguió su camino como si nada hubiese pasado. Auto número veinte, industria número tres, esas eran sus cuentas mentales.

Un gran cartel llamó su atención. En él decía: “Shark Industrias” en grandes letras, bajo la cual salían una gran cantidad de palabras en menor tamaño. No eran más que nombres todos arrejuntados. Lo que llamó su atención fue la imagen del cartel: era un gran tiburón con muchos dientes alrededor de toda su boca que se estaba devorando un pequeño barco, el cual parecía no llevar pasajeros. Por suerte, se dijo a sí mismo. Un cartel tan llamativo y no recordaba haberlo visto antes. Quizá no estaba, o quizá lo veía ahora porque necesitaba concentrase en algo. Mas el pequeño no pensaba en ello, sólo admiraba al gran tiburón tan hambriento como para comerse un barco sin gente en él. Los tipos de las películas siempre matan a los tiburones, no saben que ellos sólo quieren su barco, rio para sus adentros al pensar en lo tontos que eran esos tipos de las películas. Con razón su mami siempre los retaba gritándole a la pantalla cuando estaban en alguna situación de peligro, aún cuando su padre le había dicho en alguna ocasión lejana que ellos no podían escucharla.

Al recordar todos esos momentos chistosos con su mami que creía que los tipos de las películas la escucharían algún día comenzó a reír, ya no sólo para sus adentros, sino en voz alta. Podía darse ese lujo pensando en que la calle estaba sola. O… ¿no era así?

viernes, 23 de diciembre de 2011

Ojos Amarillos

-Tú no eres mi madre – gritó él, descontento por haber sido abofeteado.

Ella, sabiendo lo que era capaz de hacer ese pequeño infante de cinco años, con sus poleras ralladas, pantalones cortos, mejillas infladas y coloreadas, que a simple vista era la criatura más indefensa del planeta. Pero no se dejaría engañar. Había visto con sus propios ojos al pequeño cuando se enojaba y no quería volver a verlo; cometer el mismo error que su hermana hace sólo un par de meses. El reloj seguía avanzando uniformemente, su péndulo dorado oscilaba de izquierda a derecha, produciendo el único sonido en todo el departamento. Su mente era un torbellino de ideas; no, era un infierno, su yo escéptico le decía que debía controlarlo, que aquello que le creyó haber visto fue sólo parte de su imaginación, una retorcida coincidencia que hizo lucir a ese niño como un demonio; su yo temeroso le ordenaba correr mientras pudiera, dejarlo allí hasta que los vecinos notaran su ausencia y acudieran a ayudar al pequeño abandonado, ahí sería su problema, su yo racional le aconsejaba calmar la tensión y seguir con la cena como solían hacerlo cuando su marido estaba en casa. Oh, qué paz había en esos momentos, añoraba ella ahora. Y es que el pequeño adoraba a Juan; hacía todo lo que él dijera sin titubear: se comía toda la comida, no se quedaba hasta tarde viendo televisión y se lavaba los dientes por adelante y por detrás. Pero ahora Juan, su marido, estaba en un viaje de negocios y no volvería sino hasta en un par de días más y la tensión no podía aumentar más sin que se desencadenara una tragedia. 

Debía decir algo, mover su estúpida boca y calmar al pequeño, que seguía mirándola fijamente con sus ojos verde oscuro. Mas no podía articular palabra alguna, su mandíbula temblaba incontrolablemente, lo que incomodaba al niño, y de vez en cuando hacía castañear sus dientes.

-B… -hizo una pausa extremadamente larga, aprovechando de tragar saliva y replantar lo que diría; si decía algo malo podría costarle caro -.  Bueno, pequeñín. Si no quieres seguir comiendo, pues – trató de sonreír, logrando una mueca siniestra de horror puro-, no lo hagas y ya.

Extendió su brazo lentamente, procurando no hacer movimientos bruscos y lo fue a posar en el delicado hombro de su sobrino, que, al escuchar sus palabras, se tranquilizó un poco. Sin embargo, no duró mucho. Se irritó al ver que ella intentaba tocarlo. Sus ojos comenzaron a tornarse anaranjados y, añadiendo el calor de la estufa, comenzaba a hacer calor en el comedor del pequeño departamento.

-¡No me toques! –gritó chillando-. ¡Tú no eres mi mamá, no eres nadie como para tocarme!

Retiró su mano ágilmente. No pudo seguir conteniendo su sonrisa fingida; su cara adquirió una mueca de horror, el mismo que sentía en esos momentos. No sólo captó que ya no seguía haciendo frío a pesar de la tormentosa lluvia de afuera y que sus ojos habían dejado de ser verdes y comenzaron a ponerse casi amarillentos, sino que también captó, con sus manos, la temperatura del pequeño. ¡Estaba ardiendo! No estaba enfermo, podría apostar su vida, su estúpido brazo que se acercó a él a que no tenía fiebre, pero él estaba ardiendo. Temía que si lo hubiese tocado se habría… se… habría… ¡quemado!

Se levantó de la silla. No podía soportarlo más; llevaba tres meses, tres largos, eternos meses viviendo aquella mentira. Actuando a ser la madre de aquel extraño ser que nunca debió existir y que llevaba su sangre. Era el hijo de su hermana mayor, quien falleció en el terrible accidente que ella misma presenció, y que la dejó marcada de por vida. Ahora, mientras seguía retrocediendo a través del comedor, llegando al living, se preguntaba por qué dejó que su esposo la convenciera de adoptar al pequeño, que lo que ella creyó ver no fue nada más que su imaginación y que era su deber como pareja y como tíos el no dejar al niño a su suerte. ¡Pero él no tenía idea! No era capaz de asimilar cuan horrible fue ver como su hermana ardió hasta las cenizas, siendo observada por aquellos ojos amarillos, siniestramente, sin siquiera inmutarse en lo más mínimo, cuando hacía solo unos instantes todos reían en el patio trasero de su casa, al lado de la parilla, asando carne de cerdo para el almuerzo. ¡Oh, y sus gritos de dolor que la desgarraron, convirtiéndola en un trapo humano! Todavía por las noches era capaz de escucharla gritar mientras rodaba en el suelo para apagarse, inútilmente. Porque el fuego no venía de ninguna parte de su cuerpo, sino de los ojos del niño de poleras ralladas que no paraba de mirarla. Uno o dos meses después, ella aún se preguntaba por qué no le tapó los ojos al muchacho, creyendo que evitaría dejarlo marcado de por vida. Luego dedujo que, si hubiera hecho eso, ella habría muerto esa misma tarde, por arruinar el espectáculo… ¡espectáculo! Por las noches, mientras ella trataba de dormir antes de que llegara su marido, quien, a esas horas, le leía un cuento al pequeño para que no tuviese pesadillas, seguía pensando en cómo le gustaría volver en el tiempo y haberlo golpeado con una pala, la misma que estaba en el patio mientras su hermana ardía. 

Seguía retrocediendo, ahora había cruzado el umbral del ventanal que daba hacía el único balcón del departamento. Estaba lloviendo torrencialmente, y recién allí recordó cuánto frió hacía realmente. La brisa jugaba con su largo vestido y aireaba sus piernas; por alguna razón era agradable, contrastaba el calor de sus pies. Un momento de silencio mental, sus ideas dejaron de dar vuela en el torbellino infernal de su cerebro y se concentraron. Sus pies… ¿estaban calientes? ¿Por qué razón? A través de los visillos podía ver al niño sentado a la mesa, mirándola fijamente. A diferencia del accidente hace tres meses, esta vez su rostro no era neutral; sonreía, sonreía de la misma forma que sonreía al ver las aventuras de sus dibujos animados favoritos, sonreía de la misma forma que lo hacía al escuchar los cuentos de su querido tío Juan, sonreía porque el agua estaba a punto de hervir y sabia lo que le pasaba a la gente cuando tocaban agua hirviente; ellos saltan, su sonrisa se agrandó. Ellos saltan, ya comenzaba a reír. ¡Ellos saltan! El agua hervía y la risa se transformó en carcajadas. “¡Salta!”, gritó emocionado.

Sus pies se quemaban y, segundos después, se dio cuenta de que estaba perdida. El agua que se había posado por la lluvia estaba transformándose en humo y ya no podía soportar el seguir pisando el suelo del balcón. Así que saltó, dio un pequeño salto hacia delante, en un intento por volver a entrar al departamento, pero una onda de calor la hizo devolverse, sumándole el hecho de que el piso estaba resbaladizo, al igual que el barandal de protección, al igual que el pavimento cinco pisos más abajo. Pero ese no alcanzó a sentirlo, ya estaba muerta. Su cabeza casi se partió por la mitad. El pequeño cerró el ventanal, era peligroso que siguiera abierto sin ningún adulto cerca. Luego, terminó de comer y prendió la televisión; se quedaría despierto hasta tarde.